Esta semana en medio de una inundación de dudas y miedos, una y otra vez una sola imagen de gracia me está llegando como fuente de consuelo y esperanza que tanto necesito en estos días.
Es la imagen de la mesa a la cual Jesús invitó sus discípulos, donde compartió el pan y la copa. Es una mesa de gracia a la que Jesús me invita también…y no porque soy digna de estar allí, sino precisamente porque no la soy. Porque no hay otro Pan Eterno sino por El, el pan vivo, la fuente de agua viva, vida eterna—que sacia, que consuela, que sana y restaura. Las palabras de Apocalipsis vuelven a mi mente—“Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo.”
Oigo este versículo en voz primera, un llamado personal del Salvador—abre la puerta de tu corazón, hija, al Amor que es más grande de tu pecado. Imagino una mesa pequeña dentro de mí, sencilla, con un plato de pan y un vaso humilde. Jesús y yo estamos sentados en el piso, y me está mirando al fondo de mis ojos, más allá de mi vergüenza. Observo en mi alrededor el espacio humilde donde estamos, en mi corazón traidor, infiel, dividido. Polvo y telaraña en todos lados, cubriendo la estantería donde las historias de Su fidelidad en mi vida están escritas. De repente estoy incomoda, consciente que El ve mucho mas allá de mis mecanismos de autoprotección.
Pero te abro la puerta, Jesús. Te invité a entrar, hacer de mi corazón Tu hogar, un rincón donde Tu Espíritu puede habitar. Te invité a entrar, no porque tengo ni la cosa más pequeña darte de comer, sino porque Te necesito desesperadamente llenar mis espacios vacios. Porque necesito desesperadamente que las imágenes de pecado y muerte que me persiguen y me condenan sean purificadas por Tu fuego santo.
Como candelas que eliminan todos los otros olores en un cuarto, que Tu Espíritu transforme mis huesos muertos en flores bellas, una ofrenda fragrante y aceptable en Tus ojos, O Señor.
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